sábado, 9 de mayo de 2015
Yendo en colectivo
Viajar
regularmente en colectivo supone una serie de desventajas que uno asume de
antemano y se predispone a tolerar.
Como el hecho
de verlo irse muchas veces, un segundo antes de llegar a la parada y correr inútilmente
sabiendo que el copado del chofer no te va a tener piedad.
No te va a esperar…
aunque te vea descuajeringada correr, con una mano haciendo señas de todo tipo
y con la otra dentro de la cartera, tratando de encontrar la sube a fuerza de
palpar formas entre todos los objetos innecesarios que siempre cargás.
Que
vergüenza… quedarte en la vereda balbuceando un rosario de buenos augurios para
el chofer, mientras te miran todas las filas de las paradas contiguas.
Puedo
soportar todo eso y también que el próximo colectivo pase lleno y no me pare. Que
no frene aunque me vea en medio de la calle, flameando como un pañuelo la sube
que al fin logré encontrar. Ver como estaciona un poco más adelante de la
parada, solo para bajar gente y rápidamente arrancar.
Puedo
esperar media hora más, para luego subir a un colectivo hacinado y viajar dos
cuadras colgada del último escalón. Hasta que el chofer se avive y les grite a
los pasajeros que van delante: -¡Un pasito para atrás por favor! ...¡en el
fondo hay lugar!-
Luego
extender el brazo para sacar boleto sin poder ver bien donde está el lector, (que
según el colectivo te lo van cambiando de lugar) y darle con la sube en medio
de la cara a la señora que está tratando de bajar en la próxima parada,
mientras piso un poquito a la embarazada que va sentada adelante de todo.
Puedo disculparme
veinte veces mientras intento aproximarme un poco al fondo.
Casi
siempre logro llegar hasta la mitad y acomodarme por ahí, a fuerza de solicitar
algunos permisos y propinar algún que otro empujoncito.
En cierto
momento del trayecto, pasamos por la zona de colegios, donde bajan muchos estudiantes.
Esto merma bastante la algarabía. Se acaban las carcajadas y las disparatadas conversaciones
que te hacen involuntariamente sonreír.
Pero antes
de descender te dejan un recuerdo de pines estampados, te embisten con sus gigantescas
mochilas que parecen estar cargada de adoquines sin remordimiento alguno, no
les incomoda en absoluto, no mirarán atrás y no se las quitarán por nada de sus
espaldas mientras atraviesen el estrecho pasillo hasta la puerta trasera.
Aguanto
todo… pero hay una circunstancia en particular que me molesta mucho más que
todas las demás.
Cuando al
fin empieza a decender más y más gente y comienzo a sentirme una sardina un
poco mas holgada y feliz, me predispongo a conseguir asiento y presto atención
a los que se desocupan cerca de mí.
Empiezan a
quedar huecos poco a poco, se liberan los asientos de las ventanillas.
¡Perfecto!
pero aquí me enfrento a otro problema. Se trata de una clase de egoístas
pasajeros que no logro tolerar… Son los garcas del pasillo.
Esa gente
que se sienta en el asiento doble del lado del pasillo, te ve parada ahí,
esperando poder al fin sentarte y te
mira como si fueras una ilusión óptica.
Vos estás
viendo que el asiento de la ventanilla está liberado, mirás a la persona que
esta sentada muy oronda y le decís con los ojos que se corra por favor… pero
eso no sucede. Entonces no te queda más remedio que pedir permiso de pasar.
Esperando
por supuesto que la persona deslice su trasero hasta la ventanilla, es algo muy
simple, no creo que sea mucho pedir… pero no. Solo se voltea de costado,
despejando aproximadamente diez centímetros para que puedas pasar. Entonces no
queda otra… hay que hacer una postura de arte marcial, pararse en una pierna y
sostenerse haciendo equilibrio con la cartera, la campera y Dios te ayude si
traes bolsas de compras o mas cosas en las manos.
Yo
realmente no lamento si ocasionalmente pego algún que otro codazo sin querer.
Y si tu
recorrido termina antes que el de esta persona… otra vez la odisea, porque obviamente
no piensa levantarse y dejarte pasar.
No entiendo
porque... pero no importa, por suerte eso fue lo último. Ya me toca bajar.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)